Hubo un tiempo en el que la selección española de fútbol merecía ganar títulos y no lo hacía. Siempre había una razón ajena al equipo -llámese esa razón Katalinski, Stojkovic, Tassotti o Al-Ghandour- que frustraba los esfuerzos de todo un país y nos obligaba a volver de vacío una y otra vez.
Han pasado ya unos días desde que a FIFA decidió no otorgar la organización del Mundial 2018 a España y Portugal. Y lo cuento en negativo porque es la percepción que uno saca al leer la prensa nacional del día después. ¿Cómo pudieron no concedérnoslo a nosotros, que lo merecemos más que nadie? ¿A nosotros, los campeones del mundo en título? La prensa nacional, siempre tan rápida en la flagelación como en la autocomplacencia, hablaba del tema por lo bajini. Solo después de pasado el Clásico -neologismo futbolero que hemos asumido sin rechistar- el tema empezó a ocupar tinta en los distintos periódicos. Aun así, ni una portada de la prensa de la víspera -general o deportiva- abordó el tema. Quizá es que la posible organización de una Copa del Mundo dentro de ocho años era un horizonte demasiado lejano para un país en el que el cortoplacismo es enfermedad congénita.
En Zurich se presentó la delegación española, encabezada por el presidente de la federación de futbol, Ángel María Villar. Villar constituye en sí mismo un caso de estudio: futbolista de clase media-alta, siete años después de colgar las botas accedió a la presidencia de le RFEF, y desde entonces nadie ha conseguido descabalgarle. Con el tiempo se convirtió en miembro del apparatchik de UEFA y FIFA. Poco importó que no fuera capaz de hablar más lengua que el castellano y el euskera, o que pronuncie incorrectamente –en español- el nombre del deporte que dirige.
Viendo que los sesenta le caían encima y el traje de presidente de la FIFA le seguía viniendo grande, Villar se sacó de la manga la llamada Candidatura Ibérica. Se trataba de una entente con Portugal, los vecinos que habían humillado al propio Villar al levantarle en las narices la organización de la Euro 2004. Era el collage luso-español algo no sólo contra natura, sino también contra la voluntad del propio caudillo de la FIFA, Sepp Blatter, quien tiempo atrás había anunciado su desinterés en las candidaturas conjuntas. Más aún, no sólo Portugal había organizado una Eurocopa sólo hace seis años, sino que incluso España tuvo su momento futbolístico en el 82 -más de la mitad de la población española de hoy ya vivió aquello- y unos Juegos en el 92. Lo cual para un país de poco más de 40 millones de personas es toda una hazaña.
En cualquier caso, todo parecía indicar que, después de dos décadas medrando en FIFA, UEFA, y cuando por fin la selección española empezaba a levantar títulos -más de uno alega que a pesar de Villar- el Mundial de 2018 era pan comido. Incluso el propio Blatter había pasado por España días antes para pasar la mano por el lomo a los campeones del mundo. La presentación daba la sensación de ser poco más que una formalidad protocolaria, como cuando Usain Bolt se tiene que presentar a correr sabiendo de antemano cómo va a acabar la cosa. Y así se plantó la delegación ibérica en Zurich.
Demagogia por el bien del fúrbol
El último de cinco presentadores, Villar se acercó al podio con naturalidad, vestido con chaqueta y jersey sobre la corbata, el aire distendido, como quien mira a los ojos de la muerte cada día. Quizá para quitarle hierro al asunto, lo primero que hizo una vez frente al micro fue sorber un sonoro moco. Tras los saludos protocolarios, el presidente de la RFEF recordó que España ya había organizado un Mundial. Justo el tipo de cosas que todos saben, pero que resulta poco inteligente volver a pasar por el morro del jurado. Mientras tanto, una foto de la Copa del Mundo en manos españolas el pasado 11 de julio anunciaba “We are part of FIFA”. Of course you are, you idiots –debió pensar más de un miembro del jurado.
Enseguida atacó Villar el plato principal de su discurso: el peloteo indiscriminado de los miembros del comité encargado de otorgar la organización del Mundial. Una loa sin tapujos del papelazo que había jugado la FIFA en la "entrega del fúrbol al mundo" (sic). Llevaba el presidente de la RFEF varios minutos de perorata y no había dado una sola razón para llevar el Mundial a la Península Ibérica. La pantalla del fondo, eso sí, seguía pariendo fotografías de niños futboleros, con sobreimpresiones crípticas como “Culture bridge” o “Fair play”.
Por si a estas alturas no quedase claro, Villar anunció con un gesto despectivo con el brazo que “Yo no voy a hablar de las cualidades de nuestra competición”, sino que iba a hablar de “satisfacer a sus amigos del comité ejecutivo” (sic otra vez). Porque de todo el mundillo del fútbol, es a ellos a los que más quiere Villar. Incluso llegó un punto –justo cuando Villar se metió en el jardín de desmentir la corrupción de la FIFA- en el que daba la sensación de que era el abogado contratado por Blatter & Co en un juicio ante la fiscalía anticorrupción. El arranque de demagogia, eso sí, le valió un tímido aplauso de sus compadres.
Antes de echar el telón sobre una presentación cuya duración ya triplicaba los cuatro minutos previstos, Villar puso la venda antes de tener la herida: incluso si no salía elegida la Candidatura Ibérica, el propio Ángel María prometía seguir al pie del cañón, por el bien de la FIFA y del fúrbol. Que sirva de aviso para navegantes, que la palabra dimisión no viene en el diccionario de uno de Bilbao.
El Mundial a Rusia, Villar a casa
La segunda acepción que ofrece la RAE de la entrada “sainete” es “Obra teatral frecuentemente cómica, aunque puede tener carácter serio, de ambiente y personajes populares, en uno o más actos, que se representa como función independiente.” Es el sainete un género muy español, una de esas cosas que justifican lo de Spain is different. Y eso es lo que hizo Villar, una función independiente del resto de la candidatura, que nadie –probablemente ni él- sabe hasta qué punto pretendía ser seria o jocosa.
Cuando la hora de la verdad llegó, los del comité ejecutivo se olvidaron de su amigo Villar, y Rusia se llevó el gato al agua. La incredulidad dejó paso primero a la indignación hacia la FIFA -en este punto nos acompañaron los ingleses- y por último a la búsqueda del culpable. Se señaló a Zapatero, que suficiente tiene con lo suyo. Se cargó contra los portugueses, tirando del repertorio clásico de tópicos que incluye toallas y mujeres bigotudas. Finalmente se apuntó a Lissavetzky, quien en un arranque torero dejó caer, después de añadir un nuevo chasco al doble fiasco olímpico, que se estaba acostumbrando a perder. Nadie pareció acordarse de Villar, que agachó la cabeza y volvió al corralito ibérico del que nunca debió salir.
Cuando España levantó la Copa del Mundo el pasado 11 de julio, lo hizo convencida de sí misma. Sabiendo que nadie habría podido hacerle sombra. Que habían ganado por méritos propios. Por actitud y por aptitud. Ningún fantasma podría haberla detenido esa vez. Dentro de ocho años la FIFA volverá a abrir la puerta para que un país europeo acoja el Mundial de 2026. Sólo entonces, cuando Ángel María Villar sea un (penoso) capítulo de la historia fútbol español por fin cerrado, podremos ser merecedores de organizar una Copa del Mundo.
El vídeo completo de la presentación española puede encontrarse aquí. Tweet